sábado, 29 de septiembre de 2007

MI NOMBRE ES TODO LO QUE TENGO


A setenta años de su nacimiento y debido a la difundida confusión entre vida y obra, la escritora parece haber quedado cristalizada en el incómodo lugar de la “poeta maldita” cuyo trabajo sólo puede leerse de atrás para adelante en búsqueda de marcas de autorreferencialidad. Pero ¿cuál es la Pizarnik que conviene recordar? Las diferentes críticas a su trabajo, y la lectura de César Aira.


Pizarnik nació en Avellaneda el 29 de abril de 1936, hace setenta años. En realidad, la que nació fue Flora Pizarnik, nombre verdadero que sus padres eligieron y que ella después cambiaría en el fin de su adolescencia, como una adopción que también marcaba su ingreso a la poesía. Un segundo nombre para una segunda lengua, que fue la que encontró para denominar el mundo y a sí misma. Pizarnik es en su poesía, precisamente, un conjunto de nombres: la viajera con la maleta de piel de pájaro, la sonámbula, la niña extraviada y así. Esta mención aparece una y otra vez en su obra y funciona como el germen de una gran confusión. O, cuanto menos, de un punto clave en la lectura crítica de su trabajo. Si el contenido de sus poemas se lee confesional, es a raíz del suicidio de su autora; si se usa una metáfora que Alejandra usaba para nombrarse en un poema como sinónimo de su autora en una nota periodística o un ensayo académico, es porque en estas lecturas, vida y obra parecen casi lo mismo. Esta confusión, esta unión, produce una visión de ella como “personaje”, es decir la deformación de un escritor que pasa a ser protagonista de sus textos o que vive su vida como una emanación de su literatura.
En relación al “personaje”, una anécdota. O, más bien, un rumor que ha circulado en ambientes poéticos. En la noche fatídica, antes de tomar sus célebres cincuenta pastillas de Seconal, Pizarnik llama al diario La Nación y pregunta si tienen hecha su necrológica. Si hay archivo sobre ella para escribirla. Más allá de lo claramente apócrifo de la historia, deja en claro otra mirada sobre la poeta, aquella que la considera alguien muy preocupado por su notoriedad, que frecuentó ambientes literarios para forzar vínculos que podrían serle útiles. ¿Cuál es la Pizarnik que conviene recordar? ¿Cuál de todas? Como en sus poemas, donde su imagen se multiplica en miles de sinónimos, también se multiplican las voces que la recuerdan.
En algunos apuntes sobre su vida, podemos decir que era hija de inmigrantes judíos que llegaron a la Argentina desde Rovne (hoy Eslovaquia), que estudió filosofía, periodismo y pintura alternadamente, y que concluyó su formación con un viaje a Francia, donde pasó largos años, y se hizo amiga, entre otros, de Octavio Paz y Julio Cortázar. Antes de eso, ya había publicado tres de sus poemarios: La tierra más ajena (1955) –del que después renegaría–, La última inocencia (1956) y Las aventuras perdidas (1958). En 1962 se publicó El árbol de Diana, y tiempo después de su vuelta a la Argentina, Los trabajos y las noches. En su registro poético le siguieron Extracción de la piedra de la locura (1968) y el último, El infierno musical (1971), además de varios textos de prosa breve y ensayos.
Sobre Pizarnik abundan, además de frondosas bibliotecas de literatura epigonal, tupidos anaqueles de lecturas críticas. Icono de la poesía argentina femenina, es una estación obligada en la ruta de cualquiera que quiera escribir y pensar la poesía local. Generalmente se la considera una poeta iniciática, alguien a quien todos han leído como una primera aproximación a la lírica. Pero quien tal vez mejor la haya leído es el escritor César Aira en su ensayo Alejandra Pizarnik. Allí, Aira se para en el extremo opuesto a otros teóricos, como por ejemplo Cristina Piña, quien en su biografía refuerza deliberadamente el mito de la “poeta maldita”. Para Aira, Pizarnik encontró en la “autobiografía” una forma de subjetivizar y anclar el procedimiento surrealista de la escritura automática. A partir de la sabida pasión de Pizarnik por este movimiento, el novelista analiza el modo en que ella se apropió de algunos recursos estilísticos modificándolos como quien “se pone un reloj de un pariente muerto”. Para Aira, Pizarnik se adueñó de la escritura automática pero abandonando la suspensión del juicio crítico que proclamaba el surrealismo. En esta no suspensión, aparecen los cientos de sinónimos de Pizarnik. Su nombre, su experiencia, en el imaginario que le abrió la lectura de los poetas surrealistas. Esta tesis es la que permite despegar la figura de la escritora del pegoteo al que sometieron su escritura tantos de sus enamorados.
El caso de Pizarnik, como el de Julio Cortázar en el ámbito de la narrativa, es muy particular. Sus textos son ávidamente leídos –hoy, la edición de poesía completa de Pizarnik está agotada– pero ya no tienen incidencia en la poesía que se produce. Por eso, no es que haya que rescatar a Pizarnik del olvido, sino paradójicamente del excesivo y edulcorado recuerdo que impide ver a esta enorme poeta en su dimensión real.


Por Mercedes Alfon

Artículo aparecido en el diario argentino Perfil
19.11.2006

viernes, 21 de septiembre de 2007

CARTA INÉDITA

Queridísimo León Ostrov: (...) Aquí en París me surgieron recuerdos de cosas viejas, que creía sepultadas para siempre: rostros, sucesos, etc. Los anoté y traté de analizarlos seriamente. Pero lo que me interesa es haber descubierto que no conozco el rostro de mi madre (yo, que tengo una memoria excepcional para los rostros) sino que lo veo en la niebla, esfumado, como el negativo de una foto. Concientemente, no la extraño. No sé qué decirle en mis cartas ni tengo ganas de decirle nada. Ella me envía tres o cuatro frases convencionales y muchos abrazos. Posiblemente no me importaría no verla nunca. Pero no confío en estas afirmaciones. He pensado en el análisis. En Buenos Aires lo había descartado de mis proyectos. Pero aquí me asalta y me invada muchas veces la evidencia de mi enfermedad, de mi herida. Una noche fue tan fuerte mi temor a enloquecer, fue tan terrible, que me arrodillé y recé y pedí que no me exiliaran de este mundo que odio, que no me cegaran a lo que no quiero ver, que no me lleven adonde siempre quise ir. Pero para hacerme el psicoanálisis necesito ir a Buenos Aires. Y no sé aún si deseo volver o no. Creo que mis angustias en París provenían del brusco cambio de vida: yo, que soy tan posesiva, me veo aquí sin nada: sin una pieza, sin libros, sin amigos, sin dinero, etc. Mi felicidad más grande es mirar cuadros: lo he descubierto. Sólo con ellos pierdo la conciencia del tiempor y del espacio y entro en un estado casi de extasis. Me enamoré de los pintores flamencos y alemanes (particularmente de Memling por sus ángeles), de Paolo Uccello, de Leonardo (La virgen, el niño y Sta. Ana --¡por supuesto!-- que me arrastró a una larga y absurda interpretación sexual, aunque en verdad no hay qué interpretar pues todo está allí) y naturalmente Klee,Kandinsky, Miro y Chagall (los preferidos, por ahora).Me parece muy bien que haya llevado un balde del de Flore. Yo, por ahora, me porto juiciosamente: sólo unos pocos libros. Pero si me tuviera que llevar algosería la fachada de una casa desmoronada de un pueblito llamado FontenayAux-Roses, cuya estación de ferrocarril está llena de rosas. Las ventanas de esa casa tienen los vidrios de color lila, pero de un lila tan mágico, tan como los sueños hermosos, que me pregunto si no terminaré penetrando en la casa. Tal vez, si entro, me reciba una voz: "Hace tanto que te esperaba". Y yo ya no tendré que buscar más. Hago --se hacen-- algunos poemas. Cuando los corrija le enviaré algo. Sigo dibujando pequeños monstruos. Y leo al "perro de Lautréamont". Escribo minuciosamente mi diario. Y envejezco. Cumplí años y soñé que me decían: "el tiempo pasa". Pero no lo creo. Quevedo tampoco lo creía: "miro el tiempo que pasa y no lo creo"(cito de memoria). Mi único ruego constante es que no me abandone la fe en algunos valores espirituales (poesía, pintura). Cuando me deja temporariamente viene la locura, el mundo se vacía y rechina como una pareja de robots copulando. Le buscaré las revistas y todo lo que necesite o --y-- llegara a necesitar. Abrazos para usted y para Aglae.

jueves, 20 de septiembre de 2007

LA CORRESPONDENCIA DE ALEJANDRA PIZARNIK





La correspondencia que mantuvo Pizarnik con familiares, conocidos y amigos apenas comprende una década. Para ella, escribir cartas era una necesidad y se convirtió en una manera de estar en contacto con el mundo. Los epistolarios editados por Ivonne Bordelois en 1998 y por Antonio Beneyto en el 2003 conforman una colección sesgada del repertorio epistolar pizarnikiano. Al igual que sucedió con los diarios, las supresiones, cortes y expurgos no vienen señalados con asteriscos. La elección sigue un principio de “preservación” de la intimidad, lo cual no deja de ser paradójico, desde el mismo momento en que una editorial decide publicarlo. Alrededor de la figura “poeta-suicida-Pizarnik” existe un “pacto de silencio” por parte de los críticos y biógrafos que pretende reforzar el “personaje literario”. Juan Liscano fue el primero en imponer su valla a los lectores al tachar extensos párrafos en la correspondencia mantenida con la poeta. Por ejemplo, en la carta fechada el 12 de febrero de 1972 se omitió lo siguiente:

"Juan, mi tan amigo, más agradecerte el dinero? Valga decirte que me salvó en el sentido literal del término. Además por él empecé a alimentarme y estoy más fuerte" [1]

Desconocemos el contenido de las otras “confidencias”, que promedia casi una cuartilla, pero las zonas reservadas dejan ver sin pudor alguno la disposición de un lector privilegiado sobre el texto de la corresponsal. Un lector convertido en árbitro y dueño de las misivas. Las omisiones sellan aquellas frases donde la multiplicidad de funciones de la escritura epistolar entra en crisis, velan zonas donde la expansividad del remitente tropieza con la posibilidad de exhibir la carta. El silencio se reinstala entonces sobre los nombres propios, sobre las opiniones maledicientes o sarcásticas, sobre el registro escabroso de la vida privada. La mirada de un último confidente atesora, antes de eliminar, las frases que ni los contemporáneos ni la posteridad deben leer. En este sentido, el género epistolar presenta un doble aspecto: por una parte, son textos escritos sin intención de publicación y por otra, son relatos literarios que han pasado por el filtro del autor o editor.

El primer epistolario, Correspondencia (1998) comprende la época vivida en Francia (1960-1964) y el período final de su vida (1967-1972). A pesar de no contarse con muchas de las epístolas recibidas por la autora, lo que completaría el círculo comunicacional, la dimensión tanto cognitiva como de sentido de las cartas no se ve menguado. Ello se debe a que existe una afinidad entre los corresponsales por cuanto pertenecen a un mismo contexto cultural, además de compartir una contemporaneidad. La afinidad intelectual y estética que se percibe no deviene de una unidad doctrinal, más bien la identidad que opera en estos sujetos de enunciación proviene de la constelación de actitudes, sobreentendidos, valores y rechazos compartidos, sin que estén formulados en ningún programa. Entre ellos se erige una formación de lazos, en ocasiones, débiles pero que llegan a componer una estructura de sentimientos, susceptibles de ser captada por medio de inquietudes comunes, sensibilidades análogas o experiencias que se reconocen en un modo de ser determinado. El segundo compendio, Dos letras (2003) reúne la correspondencia cruzada entre el 2 de septiembre de 1969 y el 12 de septiembre de 1972 entre Pizarnik y el poeta/pintor Antonio Beneyto. Se incluyen 35 cartas o postales inéditas, a excepción de tres que aparecieron en la revista literaria Hora de Poesía en 1993. El tema central de las cartas, en muchas ocasiones, gira en torno a la edición antológica de la obra pizarnikiana que Beneyto se encargaría de publicar en la colección “La Esquina” (1968-1973), que había fundado el poeta español, donde se publicó, además, a Gómez de la Serna, Cirlot, J. R. J, Cela, Max Aub, Brossa. A parte del tema literario- siempre presente- en ellas, se revelan los vínculos que Alejandra mantenía con artistas reconocidos y su interés por conformar un espectro amplio de influencias que difundiera (no sólo en Latinoamérica sino en Europa) su obra:

"Tengo amistad o un vínculo afectuoso con varios escritores más o menos famosos de este país. Si te interesan para La Esquina no tienes más que nombrarme los elegidos. Ahora pienso en Adolfo Bio Casares (tiene una obrita de teatro de 18 páginas) y sobre todo en Silvina Ocampo, cuyos cuentos a veces ocupan media hoja” (...) “te cuento qué alegre estoy por tu envío de mi librito a A.M. Matute. No olvides al inteligentísimo Cirlot, por favor, ni a Lapesa (una amiga de los dos que me dijo que ama la poesía) ni, sobre todo, al encantador F. Arrabal” (Dos letras 41, 48-49).

El pasaje anterior revela el interés de la joven escritora por afianzarse en una tupida red de relaciones personales y literarias. La prologuista admite que “este volumen incluye casi todo el conjunto de la correspondencia que Pizarnik le envió a Beneyto”, pero las cartas de Beneyto o los dibujos no han sido adjuntados. La serie finaliza con una misiva de Anna Becciu, del 29 de septiembre de 1972 y otra de Martha Moia, del día 30.

Borradores y reescritura

La correspondencia y diarios de escritores destacan por el simple hecho que permiten al estudioso de los géneros autobiográficos acercarse al taller de las ideas que el día a día va provocando y generando, de modo que allí pueden tener una primera manifestación literaria, que luego se reescribirá para su uso posterior en textos de índole creativa. La selección de palabras, temas y disposición del texto en la página es un proceso que requiere una organización mental que muchas veces el remitente no está seguro de poseer y es entonces cuando recurre a la escritura “provisional”, que va reescribiendo hasta llegar a una última versión. En definitiva, el texto final pasa por varias etapas (escritura, revisión y reescritura) lo que implica una multiciplicidad de textos antes de su “fijación”. Durante el proyecto de escritura y organización de las ideas, se da una textualización que puede maniobrar de diferentes formas (anotaciones, apuntes) construyendo una versión provisoria del manuscrito.

Los manuales epistolares recomendaban realizar previamente un esbozo de lo que se quería decir antes de la redacción definitiva. Los borradores son un espacio donde el escritor traza sus primeros pensamientos e ideas; allí realiza numerosas versiones hasta alcanzar, según su subjetividad, el término de la obra: “un poema es el último borrador que llevamos a la imprenta”, sentenció Baudelaire. Y son numerosos los autores que aluden a este proceso de reescritura. Por ejemplo, Flaubert, menciona nueve versiones de Madame Bovary, hasta llegar a la definitiva; también García Márquez refiere haber escrito nueve veces El Coronel no tiene quien le escriba. Así, los borradores son un documento que nos permite seguir la génesis textual, servir de testigo en el proceso de creación. En este sentido se establece una relación con la escritura misma, “que es considerada como una materia que debe ser moldeada, trabajada hasta alcanzar una forma final”. Pizarnik redactaba la misma carta seis o siete veces, en muchas ocasiones las acababa enviando, en otras, el borrador/carta nunca llegaba a su destinatario:

"He observado, releyendo las cartas a C.C. que no le he enviado, que mis oraciones extensas son desastrosas"... "Desde que me desperté escribí cartas. No sé si las voy a enviar, no lo creo."[2]

Aunque la poeta elaboraba varias versiones de la misma epístola, sólo guardaba las que no enviaba y se deshacía sus borradores:

"Intentos de escribirle a C.C. Ya rompí como siete cartas. En cuanto me dejo ir surge una catarata de lugares comunes, una monotonía, un explicarme, un justificarme" (Diarios 367).

En cambio, de los trabajos literarios solía conservar el “borrador”, porque con ellos establecía un juego dialéctico que anulaba la ilusión de un movimiento unidireccional: en su caso «escritura» era sinónimo de «reescritura». Los manuscritos eran parte de una obra que estaba continuamente escribiéndose porque aunque un trozo hubiera sido tachado, el pasaje siempre podía ser restablecido a la hora de la publicación. Y a la inversa, un fragmento no rayado podía ser excluido de la edición. A diferencia de un texto borrado, a la palabra suprimida se le ha negado el valor semántico, pero en el propio movimiento de tachar, Pizarnik apunta a la imposibilidad de anular lo vivido mediante palabras.

En numerosas ocasiones, la revisión se produce de manera simultanea con la reescritura, porque el autor al actualizar el texto, puede detectar posibles errores o disfunciones en su manuscrito, por lo que decide redactarlo de nuevo usando de base el texto original. Evidentemente siempre que se corrige se revisa, pero a nivel textual la corrección es normativa y la reescritura no. La letra encima de la letra va creando una nueva letra y las correcciones son una forma de acomodar el texto a un receptor específico, a un nuevo lenguaje o a un nuevo contexto. Sólo el manuscrito pone en evidencia la dinámica del yo, las fuerzas puestas en obra, sus diversos papeles. Las revisiones y variaciones del material “bruto” se superponen o se combinan en un proceso más o menos intenso, por tanto es muy difícil identificar cual es la opción textual privilegiada por la autora:

"En cuanto a mi obra, empecé a reescribirla. Después de las diez primeras páginas se vuelve sencilla. Se me ocurre que con la ayuda de alguien (Olga, por ejemplo) yo podría terminarla rápidamente" (Diarios 484).

Pizarnik no sólo se apropia de las obras literarias que lee, también convierte los textos en un lugar para el ensayo y la experimentación. La constante reutilización de material, saqueo o vampirización de versos o imágenes propias o ajenas, fue su rasgo más pronunciado a finales de los sesenta. Sus cartas en definitiva, son palimpsestos que se yerguen frente a nosotros con cierto orgullo y se desvanecen en el ejercicio mismo de la escritura.


Notas

[1] La correspondencia Liscano-Pizarnik apareció en la Revista Zona Franca, 16, dic.1972. El fragmento que hemos logrado descifrar se corrobora con la carta que J. Liscano le envió el 4 de febrero de 1972: “Me tomo la libertad de enviarte un pequeño cheque en dólares, para animarte. Entre escritores hay que ayudarse. Yo tengo la fortuna de tener fortuna, y no constituye ningún acto de desprendimiento prestarte este mínimo favor. Tómalo como un regalo tardío de Navidad” (Alejandra Pizarnik Papers, Caja 9, carpeta 3, Departamento de Libros Raros y Colecciones Especiales, Biblioteca de la Universidad de Princeton)
[2] Entrada suprimida de Diarios, 28 de Junio de 1964. Alejandra Pizarnik Papers, Caja 2, carpeta 5. Departamento de Libros Raros y Colecciones Especiales, Biblioteca de la Universidad de Princeton.

Bibiografía


PIZARNIK, Alejandra, Correspondencia Pizarnik, Buenos Aires, Ed. Planeta Argentina, 1998.
— Diarios. (Ana Becciu, compiladora) Barcelona, Lumen, 2003.
— Dos letras / Alejandra Pizarnik. Barcelona, March editor, 2003.
Decidí crear este blog porque estoy convencida que el conocimiento si no se comparte es inútil. He dedicado más de 15 años al estudio de su vida y obra. Realicé mi tesis doctoral sobre el discurso autobiográfico en AP, la cual resultó un libro de 700 páginas (se puede consultar en la Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid). Ahora bien, solo os pido una cosa. Por respeto a mi dedicación y estudio, si tomáis fotos, artículos u otro material, citad la fuente. Muchas gracias.

MADRID 2008

Datos personales

Poeta y doctora en Literatura Latinoamericana por la Universidad Complutense de Madrid. Estudió los archivos de Alejandra Pizarnik depositados en la Universidad de Princeton.